Los hijos del ocaso
Micomicona Ediciones, 2016 |
La aparición
(Diecinueve años antes)
Aquel era uno de esos días en que la pequeña sentía que nadie se preocupaba de ella. La casa estaba revuelta, con el patio lleno de caballos sudorosos y el comedor repleto de guerreros que bebían, gritaban y pedían comida. Las criadas comentaban, asustadas, que el rey había sido asesinado y quien había sido elegido nuevo monarca era enemigo de su padre. Su madre les había ordenado a su hermana y a ella que se quedasen en sus habitaciones y no molestaran pero la casa ardía, tras todo un día de sol tórrido, mientras que allá afuera la ribera del río prometía frescura y diversión.
Su hermana, mayor y obediente, no quiso acompañarla. Ella salió de la casa a hurtadillas. Un par de veces estuvo a punto de ser descubierta por alguno de los hombres que deambulaba por los patios y los establos pero era tan pequeña que pudo esconderse a tiempo. Llegó hasta la orilla del río y se sentó en el cañaveral, con los pies en el agua. Unos alevines que nadaban cerca huyeron cuando removió el agua para comprobar cuánto era capaz de salpicar con las piernas. Las cañas la ocultaban por completo y ella solo podía ver un pedazo de cielo asomando entre las hojas. Luego decidió estar quieta para que algún renacuajo se acercase y pudiera atraparlo. Así vería su hermana lo que se había perdido.
De pronto notó un extraño olor cerca de ella. Miró a su alrededor pero no vi ni oyó nada raro, solo el aroma que se acercaba, se alejaba y por último permanecía allí, a su derecha, al borde del agua. Gateó en aquella dirección pero se detuvo cuando oyó unas voces cerca.
—¡Lo he visto! ¡Lo he visto! — gritaba un hombre.
—¡Está ahí! ¡Ten cuidado! — aullaba otro.
—¡Prepara tu horquilla! ¡Saldrá de su escondrijo en cualquier momento!
La niña escuchó el crujido de las cañas partidas por las herramientas de los hombres. Estaba a punto de levantarse y correr cuando la espesura se abrió y apareció ante ella un ser horroroso. Iba cubierto con una capa de algún animal, tenía el cabello largo y crespo, su piel estaba arrugada y los ojos pequeños brillaban como estrellas negras. La pequeña abrió la boca para chillar pero ningún sonido salió de su garganta. Entonces el ser se llevó un dedo a los labios y luego abrió la capa que lo cubría. Allí dentro había una criatura muy pequeña, desnuda, un niño de labios regordetes y pelo negro que abrió sus ojitos y le sonrió. El adulto volvió a pedir silencio. No parecía que quisiera hacerle daño. Las voces de los hombres se alejaron un poco.
—¿Eres uno de los lares? —preguntó la niña.
El ser respondió que sí con la cabeza.
—¿Puedo tocar al niño?
El adulto afirmó de nuevo. Ella tomó un dedito de la criatura y esta volvió a sonreír.
—¿Vais a proteger nuestra casa?
—Sí, la cuidaremos siempre—dijo una voz áspera.
Los hombres seguían gritando pero se habían alejado. El ser se llevó la mano a la frente y cubrió al bebé. Se giró y las cañas lo ocultaron de inmediato. La pequeña se puso en pie y trató de seguirlos pero habían desaparecido.
Durante () días y días repitió la historia a su hermana, su madre, el aya y las criadas pero nadie la creyó.
—He visto a uno de nuestros lares, nunca nos ocurrirá nada malo—contó durante mucho tiempo. La regañaron por inventar cosas, le explicaron que esas eran invenciones paganas, que los espíritus de las casas no existían y la obligaron a rezar para protegerla de los malos pensamientos. Luego, cuando creció, acabó por aceptar lo que los demás decían, que lo había soñado. Y más tarde olvidó aquel encuentro.