Equilibrio inestable
SIAL, 2005 |
En un mercado persa
Yo tenía entonces doce años y sabía muy poco del mundo. Aquella mañana, la primera tras mi regreso, acompañé a mi padre para vender en el mercado negro los vaqueros Lewis, las zapatillas Adidas, las sudaderas Coronel Tapioca, las camisas Mayoral y todo cuento me habían regalado. Tardamos muy poco en deshacernos de aquellas prendas, incluso nos compararon la maleta, una Samsonite roja, grande y ligera.
Mi padre estaba contento porque había conseguido más dinero del esperado –de hecho, creo recordar que fue suficiente para vivir cinco o seis meses sin agobios- y yo también era feliz. Sin embargo, de regreso a casa, comenzó a invadirme la tristeza. Durante un rato me había sentido importante vendiendo artículos de lujo pero advertía de pronto que ya no me quedaba nada. Miraba a mi alrededor y todo, las calles, las casas, los tenderetes, incluso el cielo, me parecía más oscuro y sucio. Me fijé en los pies y vi mis zapatillas deportivas Niké, el único regalo que se me permitió conservar, cubiertas de polvo. Entonces me vinieron a la memoria los dos meses de vacaciones que me había proporcionado la cruz roja: la ciudad tan limpia, las hamburgueserías, los parques de atracciones, el colegio donde aprendía el idioma, el baño diario, la comida a cualquier hora, siempre abundante y apetitosa, los viajes en coche, los juegos… La nostalgia me dolía tanto que pensé preguntarle a mi padre si podíamos vender también los recuerdos. Pero no dije nada porque, aunque sólo tenía doce años y sabía muy poco del mundo, ya conocía la respuesta: ese dolor nadie querría comprarlo jamás.