La mujer desarmada
SIAL, 2006 |
La mujer desarmada
Ser mujer, te dijeron, se parece a volar: es someterse al capricho de los vientos manteniendo, sin embargo, el rumbo fijo. Señalaron la meta: un lecho tibio, las tardes siempre en calma, las ascuas templadas de una hoguera modesta, una caricia plácida…
Tú, que aún no sabías dudar, confiabas en un futuro de manteles bordados. Tú, que aún no sabías ver, mirabas pasar a otras mujeres, altos los pechos, rosadas las mejillas, las faldas señalando el volumen de las piernas, y te preguntabas cuándo y dónde brotarían tus alas.
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Despertó una mañana a su lado y lo contempló desnudo. Cien pájaros gritaban y el sol teñía de amarillo la alfombra. Toda la belleza del mundo en el vello oscuro de su torso. Movió una mano para rozar su sexo y él respiró hondamente. Ella cerró los ojos para escuchar mejor las golondrinas y sentir la tibieza de la luz y la carne. Un momento de felicidad destilada y la necesidad de perpetuarlo. Entonces, de pronto, la generosidad: Levantarse y correr a la cocina, preparar el desayuno con bizcochos y flores, untarse los pezones con miel y mordisquearle las orejas... Más tarde, mientras él dormía de nuevo, recogió la bandeja, lavó las tazas, puso una lavadora, limpió el baño y no pasó el aspirador por no hacer ruido.
Debajo de la cama maduraban las cadenas.
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Acaban de cerrar el museo. Seguramente las vírgenes flamencas también cierran los ojos, reclinan la cabeza y estiran sus mantos. La luna nacarada de diciembre vigila la ciudad, los magnolios del paseo cantan a lo perdurable. En tardes clandestinas como ésta quisiera saber cegar el corazón al invento cruel de la belleza.